El Torralba
Cuando éramos niños, allá por los años setenta, al Torralba lo que más le gustaba en el recreo era emular las aventuras de Miguel Strogoff, en particular el episodio en el que le torturaban quemándole los ojos. Torralba era tonto (de verdad: era un año mayor que el resto de la clase pero tenía una edad mental inferior que aún conserva hoy, a sus 37 años) pero no gilipollas, así que jugábamos pero no prendíamos ascuas para darle veracidad al sunto, claro. Aquél niño al que conocí en los Escolapios pasó a ser un adolescente poseído que paseaba por la calle como una mole que profería desgarrados sonidos guturales de vez en cuando, torturado, quizás, por la impotencia de saberse atrapado en un tiempo que no se corresponde con la propia decadencia física a la que todos nos vemos abocados. Lo seguí viendo por el centro de la ciudad durante años, y en el cruce de miradas suponía en la suya un leve reconocimiento hacia el niño que fui. A mí, cada vez que pensaba en él, me venía a la cabeza la desgracia fisio-cognitiva de un cinematográfico desequilibrado de la estirpe de Michael Myers o de Jason Voorhees, pero tampoco podía evitar rememorar al compañero académico que fué víctima de una política educativa trasnochada y una sociedad democrática en mantillas. Hoy le he confundido con un mostrenco por la espalda, pero no era él. Me pregunto, un par de años después del último avistamiento callejero, qué habrá sido de él...
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